viernes, 30 de octubre de 2009

De nuevo sobre la agresión.

El ser humano tiene un instinto de agresividad, no lo puede evitar, pero la sociedad modula dicho instinto, nos hace más “sociables”. Es pues la necesidad de compartir una vida en común lo que nos lleva a aceptar que no podemos ir destruyendo a los demás impunemente, porque eso hace que la especie acabe extinguiéndose.
Finalmente, precisaremos el concepto de violencia. El término deriva de la voz latina vis, que significa vigor o empleo de la fuerza. Mientras que la agresividad es un elemento psicológico positivo, cuando se ejerce de forma controlada y adecuada a las amenazas del entorno, la violencia es siempre morbosa e innecesaria. Esta forma aberrante de agresión, se caracteriza por buscar la destrucción deliberada de los semejantes con fines distintos a los de la supervivencia. Suele responder a la ambición, la dominación, el placer sádico o la venganza. Su categoría moral está sometida al criterio subjetivo de cada cultura, ideología y momento histórico. Hay pueblos que la repudian, y otros que la fomentan. La violencia es una configuración perversa de la agresividad, disfuncional, desadaptativa y patológica en todos los casos. Es inútil para el progreso del individuo y carece de todo sentido filogenético. No sólo es inservible para la mejora de la especie, sino que, al contrario, pone en riesgo su existencia futura. Siempre busca producir el máximo daño posible en las víctimas. Es la forma más brutal de agresión humana, la agresividad desatada sin control, hipertrofiada al límite. El ser humano es el organismo vivo más destructivo de cuantos existen en nuestro planeta. Se podría pensar que otros depredadores, dotados de garras o colmillos, tienen mayor capacidad de agresión. Grave error, ningún arma es tan letal como el cerebro humano[1].

[1] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 47-48.

martes, 27 de octubre de 2009

El acoso como sistema II.

Cuando un profesional no encaja en el estándar de pensamiento y funcionamiento de su superior o superiores dentro de la unidad empresarial, éste siempre se plantea una serie de salidas: Continuar igual, cambiarlo o, con la expresión “sutil” de TEMPLAR[1], finalizarlo. El trabajador es sustituible, siempre, no importa que haya dado todo lo que tiene por la empresa, porque el que la dirige nunca piensa en términos pasados, sino en términos presentes, ni siquiera futuros.

El abusador por sistema está imperando en nuestra sociedad, por eso se hace imprescindible que rompamos una lanza por los que son, de verdad, buenos jefes, y dejemos a su suerte a aquellos engendros del diablo que, por naturaleza o por adopción, deciden que la mejor forma de dirigir un equipo es tiranizarle, esclavizar a su gente, perderles el respeto, hacerles que olviden que son seres humanos, y todo con esa cara de superioridad que les caracteriza.
Para esta gente todos son unos inútiles. El problema es que no puede haber un colectivo del 100% de inútiles, alguno, aunque sea en alguna cosa, debe hacer bien su trabajo. Por eso, cuando alguien rebaja a todos es porque él es el problema, no la solución. Entonces la resistencia es no solo necesaria, sino obligatoria.
Para que una sociedad compleja pueda funcionar día a día, es preciso que podamos aceptar razonablemente la idea de que los cargos situados en posición de autoridad van a ejercer con prudencia y sabiduría el poder concomitante[2]. No obstante, la cuestión que aquí planteamos es diferente, la cuestión que planteamos en que un sistema cerrado, donde las decisiones sobre las personas que ocupan puestos están mediatizadas por las relaciones interpersonales, sociales o políticas, el número de variables es limitada, lo que genera, a la postre, que en determinados puestos sólo puedan colocarse determinadas personas, personas que, por desgracia, nada tienen que ver con la eficacia o la buena dirección.

[1] R. TEMPLAR, Las Reglas del Management, el código definitivo para el éxito en la dirección, Madrid 2005, pág. 25.
[2] R. M. SHAPIRO; M. A. JANKOWSKI; J. DALE, Jefes tiranos y ejecutivos agresivos, Barcelona 2006, pág. 222.

jueves, 22 de octubre de 2009

Un origen del acoso. el acoso por el sistema.

Un estudio publicado por la revista New Scientist recordaba que el ser humano es un prodigio de rapacidad, ya que en unos pocos miles de años ha sido capaz de colonizar con ciudades y cultivos más de un tercio de la superficie terrestre, exterminar miles de especies y contaminar el planeta hasta límites próximos a lo insoportable[1].
En USA, todas las corporaciones que cotizan en bolsa tienen la responsabilidad legal de aumentar sus ganancias. ¡Es la ley! Pensad en esto: salvo raras excepciones, todos los negocios tienen un objetivo: tener mayores ganancias. La única manera en que las empresas pueden tener mayores ganancias es mediante la fabricación de sus productos al menor coste posible; la venta de los mismos al mayor precio posible; y la venta de la mayor cantidad de productos posible. Todas las decisiones que toma una compañía están relacionadas con aumentar sus ganancias. Sin embargo, las empresas son manejadas por personas. Las personas tienen dos motivaciones: en primer lugar, hacer más dinero para ellas mismas; en segundo lugar, aumentar su poder, prestigio o influencia. Por tanto, las personas que manejan empresas siempre tomarán decisiones basadas en lo que pueda enriquecerlas personalmente. Muy pocos individuos se preocupan por el bienestar de la humanidad, la conservación del medio ambiente o por alcanzar un nirvana espiritual. En diversas escalas, las decisiones se basan en la respuesta a la pregunta: «¿Qué puedo obtener para mí?»[2].
Los que tienen un cierto nivel de hipotético dominio (casi nunca nada que ver con el poder real, mínimamente atribuido) quieren preservarlo ya ser posible verlo reforzado; los que lo sienten escaso ambicionan incrementarlo, y quienes no lo tienen aspiran a alcanzarlo. Éste, y no otro, constituye el gran trasfondo en que se establecen las relaciones subyacentes de todo ese universo humano, social y profesional: la continua necesidad de acoplarse a las diferentes situaciones de poder que se plantean, y para ello, como he venido reiterando, no resultan suficientes las herramientas técnicas, las habilidades profesionales o los conocimientos académicos; ni siquiera los postulados más esenciales de dirección. Me estoy refiriendo a otro tipo de estructura de relación que requiere del manejo de distintas facultades, de carácter más personal y psicológico, que van haciendo de la percepción inicial y prioritaria «de lo que interesa y conviene» casi una actitud primaria «de lo que soy y debo hacer»[3].

[1] P. H. KOCH, La Historia oculta del mundo, Barcelona 2007, pág. 71.
[2] K. TRUDEAU, Alternativas naturales al gran negocio de la salud, Madrid 2007, pág. 35 – 36.
[3] J. SÁNCHEZ ÁLVAREZ, Ejecutivos, la gran mentira, Barcelona 2003, pág. 116.

lunes, 19 de octubre de 2009

Agresión.

El instinto de agresión forma parte de nuestra herencia biológica, nos ha ayudado a seguir viviendo a pesar de las dificultades. Es un elemento atávico que persiste en los humanos modernos, transmitido desde nuestros ancestros remotos. El etólogo austriaco KONRAD LORENZ consolidó el concepto de pulsión agresiva, presente tanto en los animales como en el hombre, como un sistema congénito de respuesta cuya misión es garantizar la continuidad de la especie. Subrayó que no se puede aplicar una categoría moral negativa a una conducta innata al servicio de la supervivencia. Esta propensión natural tiene una base filogenética, por haber contribuido a nuestro éxito evolutivo. Se ha mantenido en el cerebro humano, desde que nos separamos de los chimpancés hasta nuestros días. Esto implica que ha sido útil. Cuando una conducta supone ventajas para adaptarse al medio ecológico, el proceso de selección natural la mantiene en el tiempo. En los albores de nuestra historia, hace un millón y medio de años, el hombre primitivo compensó su inferioridad en tamaño y defensas naturales, respecto de los demás animales de su época, con la invención de las armas. Lanzas y cuchillos nos permitieron sobrevivir. Nuestro gran potencial de agresión, y la asombrosa capacidad de atacar en conjunto, fueron decisivas en la caza y la defensa de los clanes. Los estudios psicodinámicos de la mente humana han confirmado la existencia de un instinto agresivo primitivo. Para Freud, las duras condiciones ambientales prehistóricas habían condicionado la infancia de nuestra especie, obligándonos a ser agresivos para sobrevivir. Esta herencia, grabada en el inconsciente de las sucesivas generaciones, provoca erupciones de hostilidad ante los conflictos o el miedo. Años después, Melanie Kleih observó esta acusada tendencia primaria en los niños, desde el comienzo de su vida. Por su parte, Alfred Adler, matizó que en el hombre moderno esta propensión no tiene un fin destructivo, sino que busca la obtención de poder y reconocimiento[1].
Por agresión se entiende cualquier acto, que tiene la intención evidente de causar daños o destrucción a otros seres vivos o a las cosas inanimadas. La diferencia entre agresividad y agresión es muy clara. La primera es un impulso interior sólo percibido por el agresor, una señal psicológica para actuar de forma hostil que puede ser reprimida o liberada. La segunda es una acción externa que alcanza a la víctima, es el resultado de la liberación del impulso agresivo. La agresión es una consecuencia de la agresividad en todos los casos, pero no siempre la agresividad se sigue de una agresión. La eliminación completa de la agresividad en las sociedades humanas es inalcanzable e inconveniente. En su lugar, se busca entrenar a los ciudadanos en el autocontrol como solución más operativa. El hombre puede presentar tres subtipos principales de agresión: verbal, física contra otras personas y física contra los objetos. Otras formas son la crueldad contra los animales, la violación sexual y la autoagresión, que en su forma extrema conduce al suicidio. Los estudios más recientes en este campo tienden a clasificar todas las formas de agresión en dos clases fundamentales. La impulsiva, denominada de tipo emocional por BERKOWITZ, se acompaña de intensos sentimientos de ira, frustración o miedo, y provoca reacciones de lucha o de huida. Por oposición a la anterior, se define la agresión premeditada, fría y planificada para conseguir un objetivo, propia de los sujetos psicopáticos, y presente en menos del 10 por ciento de los sujetos con agresión recidivante[2].
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[1] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 37 – 38.
[2] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 46.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El jefe tirano.

Siguiendo a SHAPIRO, JANKOWSKI y DALE[1] hay tres tipos de personas difíciles (generalizando, claro está):
.- El intratable por situación: personas difíciles de tratar a causa de su situación o circunstancias personales. Estas personas son de trato difícil porque les ha ocurrido algo. No son intratables de suyo, e, incluso, es posible que sean personas agradables, o por lo menos razonables en condiciones normales. Pero unas circunstancias particulares, como un tropiezo con el jefe, una avería del coche, o la visita de los suegros, pueden convertir al individuo más benigno, temporalmente, en un sujeto odioso.
.- El intratable por estrategia: estas personas creen que mostrarse irrazonables les confiere una ventaja en la negociación o en la discusión. Son de trato difícil porque están persuadidos de que eso les sitúa en posición ventajosa. Creen contar con experiencias que les han demostrado que hacerse los difíciles constituye la mejor estrategia para obtener resultados.
.- El intratable por constitución: personalidad con características arriesgadas que le hacen intratable. Así es su temperamento. La característica principal de su personalidad, la que lo preside todo. Tan arraigado está en ellos ese comportamiento, que no titubean en perjudicar sus propios intereses, con tal de hacer todavía más daño a otros. No son muchas las personas constitucional o incorregiblemente intratables, pero desde luego existen.
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[1] R. M. SHAPIRO; M. A. JANKOWSKI; J. DALE, Jefes tiranos y ejecutivos agresivos, Barcelona 2006, pág. 35 ss.

jueves, 8 de octubre de 2009

El sistema opcional a la hora de acudir a la responsabilidad

EL SISTEMA OPCIONAL.
Como señalan CAVANILLAS y TAPIA[1], esta teoría recibe dos denominaciones: una, más generalizada, pero menos precisa –teoría de la opción- y otra, más exacta (aunque, como se verá, tampoco plenamente satisfactoria), pero menos frecuente –teoría del concurso de acciones -. Con el primero de los términos se quiere expresar que en todos aquellos casos en que el hecho generador del daño constituye simultáneamente violación del contrato e infracción de un deber general, la víctima puede escoger entre el ejercicio de la acción de responsabilidad contractual y el ejercicio de la responsabilidad contractual. La existencia de una opción a cargo del actor no es, sin embargo, característica esencial de la teoría.
En la jurisprudencia espa­ñola, donde esta tesis ha tenido acogida en un buen número de sentencias (SSTS de 18 de febrero de 1997 (1997/326), 12 de mayo de 1997 (1997/3578), 6 de mayo de 1998 (1998/3157)), se define el sistema opcional diciendo que cuando un hecho dañoso viola al mismo tiempo una obligación contractual v sin deber general, se produce una yuxtaposición de responsabili­dades v surgen acciones distintas que pueden ejercitarse alterna­tiva o subsidiariamente[2].
Al sistema denominado opcional, la doctrina le opone dos tipos de reparos. Primero, que cuando entre las partes ha existido una relación obligatoria, la mejor manera de establecer la culpa es analizar las reglas de conducta que de dicha relación obligatoria dimanaban sin buscar especiales deberes generales de comportamiento del tipo del llamado alterum non laedere, de los que la mayor parte de las veces no pueden obtenerse conclusiones seguras. No obstante, la objeción más grave frente al sistema opcional es que esta solución no puede funcionar en aque­llos casos, que ciertamente no son extraordinarios, pero que no son escasos, en los que el régimen contractual, que es el querido por las partes, contiene reglas de específica distribución de los riesgos derivados de la ejecución del contrato o, incluso, específi­cas reglas contractuales sobre la distribución de los daños[3].

[1] S. CAVANILLAS MUGICA e I. TAPIA FERNANDEZ, La concurrencia de responsabilidad contractual y extracontractual, cit., pág. 66 - 67. Señalan que opción es plenamente descriptiva del fenómeno, pues no se trata solamente de que el actor pueda escoger entre el ejercicio de una acción de responsabilidad contractual y el ejercicio de una acción de responsabilidad extracontractual.
CAVANILLAS MÚGICA cree, por ello, que la expresión “concurso de acciones” contiene una descripción más global del fenómeno, que consiste en la convivencia de dos acciones materialmente autónomas.

[2] L. DIEZ-PICAZO, Derecho de daños, cit., pág. 266.

[3] L. DIEZ-PICAZO, Derecho de daños, cit., pág. 266 - 267.

lunes, 5 de octubre de 2009

Retomamos el tema de la responsabilidad

TENDENCIAS HACIA LA REDEFINICIÓN DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL.
1.- Ampliar la responsabilidad contractual incluyendo la responsabilidad por daños consecuencia del desarrollo de obligaciones de carácter no contractual pero previamente existente entre las partes[1].
Entre los autores españoles, ha mantenido esta orientación doctrinal BONET RAMON[2]; que considera que las partes de un contrato no pueden ser al mismo tiempo terceros, por lo cual desde el momento en que se entra en la culpa contractual se sale de la extracontractual. La responsabilidad contractual absorbe de pleno derecho a la extracontractual[3].
2.- la segunda línea, mucho más acusada y repetida ad nauseam en las sentencias del Tribunal Supremo es la que restringe la órbita de la responsabilidad contractual para dar mayor cancha a la extracontractual[4].
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[1] La sentencia del TS de 26 de enero de 1984 se ha planteado de manera explícita esta cuestión, con unas consideraciones muy significativas, y que amplia y precisa el concepto de contrato a relaciones no estrictamente contractuales: la culpa contractual puede ir precedida de una relación jurídica que no sea un contrato, sino de otra clase, citando a modo de ejemplo, la comunidad de bienes, o una relación de derecho público similar a un contrato de derecho privado, siendo de tener en cuenta que, aunque no haya obligación derivada de contrato, si hay otra relación jurídica que concede un medio específico de resarcimiento, ello excluye la aplicación del art. 1902 del CC, pues la regla general es la aplicación preferente de los preceptos acerca de la responsabilidad contractual, todo ello de acuerdo con el criterio básico: “existiendo obligación derivada de contrato o de relación precedente análoga, no hay que acudir a los art. 1902 y 1903 que rigen las obligaciones que nacen de culpa o negligencia sin existir pacto contravenido”. Comparte esta ratio decidendi la STS de 9 de julio de 1984.

[2] BONET RAMON, Compendio de Derecho Civil. Parte General, 1959., pág. 739 ss.

[3] Frente a ello, sin embargo, se pueden esgrimir dos argumentos sólidos: que las normas del título general de las obligaciones sólo tienen cabal sentido referidas a obligaciones contractuales, como pone de relieve el Código civil francés, que lo dice expresamente; y que la responsabilidad contractual y la falta de responsabilidad tienen sus fundamentos en los compromisos específicos, deberes y delimitaciones de riesgos que en el contrato se han efectuados, lo que no tiene sentido cuando entre las partes existe una obligación no contractual.
Vid. L. DIEZ-PICAZO, Derecho de daños, cit., pág. 264 - 265.

[4] L. DIEZ-PICAZO, Derecho de daños, cit., pág. 265 a 266.
Este autor señala que la consecuencia de todo ello es que cualquier intento de fundamentar la distinción de los dos tipos de responsabilidad, sobre la naturaleza de las obligaciones incumplidas, colocando a un lado las obligaciones dimanantes de lo estrictamente pactado que sería una responsabilidad contractual y otra, la extracontractual, formada por la infracción de los deberes de conducta que, sin pacto expreso de las partes y como deberes accesorios que se integran en el contrato como consecuencia de la buena fe o de los usos, es un intento baldío. Por eso, hay que entender que cualquier incumplimiento de estos deberes accesorios integrados en la relación contractual genera también una responsabilidad contractual. Entre estos deberes accesorios de conducta, integrados en la relación contractual se encuentran, muy especialmente, los llamados deberes de información y deberes de protección. Los deberes de información afectan al contratante que posee la información necesaria o a aquél a quien es más accesible, tanto para definitiva utilidad de la prestación (instrucciones de manejo de una máquina compleja), como para la puesta en conocimiento de la otra parte contratante de los riesgos o de los peligros que, en la ejecución de la prestación o en el ulterior disfrute de la misma puede incurrir.
Con el nombre de “deberes de protección” conoce la doctrina moderna aquellos que tienen por objeto evitar los riesgos o la eventualidad de daños que, en la ejecución de la protección con­tractual puedan producirse entre una de las partes contratantes (p. ej., medidas de higiene y seguridad en el trabajo) o en el pos­terior uso de la presentación una vez que haya sido ejecutado.