viernes, 27 de noviembre de 2009

Agresividad.

La pulsión agresiva es tan innata en el ser humano como la sed, el hambre o la sexualidad. De hecho, la respuesta fisiológica del cuerpo es muy similar durante la excitación erótica y en la predisposición al ataque. En algunos casos, como en las relaciones sadomasoquistas, la agresión precede o acompaña a la relación sexual. Todos los instintos se modulan y controlan para adaptarlos a las normas sociales de convivencia introyectadas por la educación. No practicamos el sexo en cualquier situación respondiendo al libre deseo, ni comemos con voracidad cuando se nos antoja. De forma similar, controlamos la ira y los impulsos de arremeter contra el que nos hace daño. Pero esto no significa que nuestra tendencia natural sea otra que la de agredir y destruir. Tan sólo reprimimos esta pulsión. La agresividad es necesaria para los humanos en múltiples áreas. Debemos luchar para someter el mundo exterior adverso y lograr la superación de obstáculos en la competición laboral. Defendemos ferozmente la familia, los hijos y el patrimonio. Vivir es luchar sin descanso. La aspiración moderna de una existencia relajada basada en el bienestar perpetuo, libre de sufrimiento y confrontación, es una utopía que no tiene posibilidad alguna de prosperar[1]. Pero ellos no lo hacen, ellos utilizan esa pulsión para manipular a los demás, para convertir al resto en esclavos de su causa, para maltratar.

[1] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 39.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Maltrato.

El vocablo «maltrato», según diccionarios de la Real Academia Española, alude al maltratamiento, que a su vez es la acción de maltratar, tratar mal, hacer daño, y cuyos sinónimos pueden ser: atropellar, brutalizar, lapidar, molestar, vilipendiar, zamarrear, pegar o echar a perder. Prácticamente el significado de esta locución se concreta en lo físico, no abarcando el cúmulo de agresiones violentas cotidianas y no sólo físicas, que son las que definen realmente nuestro objeto de estudio. Hay quien define1 los «maltratos» o «malos tratos» como aquella «situación en que las mujeres reciben agresiones físicas (golpes, palizas, violaciones, etc., limitaciones de su movilidad, encierros, prohibiciones) y/o agresiones psíquicas (vejaciones, desvalorizaciones, humillaciones, etc.) por parte de sus cónyuges, de sus parejas o de sus ex-parejas. Muchas veces esta violencia se extiende a las posibles hijas e hijos en forma de palizas y también de violaciones y abusos sexuales. Estas agresiones habitualmente son reiteradas y en ocasiones pueden llegar al asesinato, entonces se puede hablar de terrorismo doméstico y de torturas. También se entiende frecuentemente que uno de los sinónimos del maltrato es el término «violencia», que dentro de las ciencias físicas, derecho, moral o filosofía se refiere a situaciones de fuerza que se oponen a la espontaneidad, naturalidad, a la responsabilidad jurídica, a la libertad moral, etc. También se habla de violencia cuando el hombre desencadena un proceso de fuerza que contraría al espontáneo curso libre de otro hombre. Violencia equivale a aplicación de una «fuerza mayor» que pasa de un sujeto (violentador) a otro (violentado) produciendo una distorsión de la espontaneidad o de la libertad (violentación) del sujeto pasivo. Sin embargo, la definición de un acto como violento y su valoración social como tal, depende de un cúmulo de factores: de quién realiza el hecho, de las razones y circunstancias que promovieron el acto, y de quién es el receptor de la violencia y el daño infligido y de la aceptación que tenga ese acto por la sociedad circundante. A tenor de lo anteriormente dicho, la violencia no tiene porqué ser destructiva, pero aún siéndolo, puede incluso que esté institucionalizada y aceptada dentro de un determinado marco social (Cfr., D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007).
La mayoría de los acosadores pueden pasar desapercibidos, ocultos y camuflados tras vidas aparentemente normales y triviales, causando enormes problemas y depredando socialmente a sus vecinos, parejas, hijos, padres, compañeros de trabajo y subordinados. Todos ellos son víctimas que no terminan de enterarse del todo de la autentica naturaleza perversa de las personas que les hacen sufrir tanto[1].
Esta sería la foto del ente que estamos hablando ahora[2]:
a.- La irracionalidad practicada como una de las bellas artes. Se comportan a menudo de una manera irracional Parecen decididos a salirse con la suya, aunque todos pierdan.
b.- Son difíciles, llueva o truene.
c.- No parece que tengan un remedio conocido.
d.- Ya son famosos por como suelen comportarse, y no famosos en el buen sentido.

[1] I. PIÑUEL, Mi jefe es un psicópata, Barcelona 2008, pág. 20.
[2] R. M. SHAPIRO; M. A. JANKOWSKI; J. DALE, Jefes tiranos y ejecutivos agresivos, Barcelona 2006, pág. 35 ss.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Miedo y acoso.

Cuando estamos afectados por el nerviosismo, la angustia o el estrés, nuestro cuerpo adapta varias de sus funciones para lo que se llama respuesta de lucha o huida: el corazón aumenta de ritmo para enviar más sangre a todas las zonas del cuerpo, los músculos se tensan preparándose para un esfuerzo físico y la respiración se acelera y se hace menos profunda para disponer de un suministro de oxígeno constante y rápido[1].
Asimismo, el miedo, la capacidad de sentir miedo, es un factor de adaptación positivo para el ser humano. Sentir miedo ante un estímulo amenazante nos permite conservar la vida durante más tiempo[2]. De esta forma, la percepción del propio miedo y el estrés son generados por nuestro sistema para prevenir los ataques y ser capaces de adaptarse a ellos y salvar nuestra vida.
El hombre difiere del animal por el hecho de ser el único primate que mata y tortura a miembros de su propia especie sin razón alguna, ni biológica ni económica, y siente satisfacción al hacerlo. Es esta agresión maligna la que constituye el verdadero problema y el peligro para la existencia del hombre como especie[3].

[1] R. SANTANDREU, Escuela de felicidad, Barcelona 2009, pág. 68.
[2] I. PIÑUEL, Mi jefe es un psicópata, Barcelona 2008, pág. 13.
[3] E. FROMM, Anatomía de la destructividad humana, Madrid 1987.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Miradas inquietantes.

En las épocas anteriores los trabajadores veían como perdían sus empleos en las crisis económicas y los volvían a obtener en la siguiente recuperación. Hoy en día asisten atónitos e indefensos al hecho de que se recortan las plantillas, se congelan los sueldos y los salarios, se prejubila masivamente al personal, al mismo tiempo que esas mismas empresas anuncian a bombo y platillo y cada año la obtención de resultados históricos nunca vistos y los mejores beneficios de su historial. A pesar de que el discurso oficial y buena parte de la propaganda interna de muchas empresas habla de ética y responsabilidad social corporativa, de la que luego hablaremos, lo cierto es que la idea de que una empresa es algo más que una cuenta de resultados sigue siendo una asignatura pendiente[1].

[1] I. PIÑUEL, Mi jefe es un psicópata, Barcelona 2008, pág. 143.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Riesgos asumidos.

Vivimos en una sociedad en la que la competitividad forma parte de nuestro día a día, y donde valores como la belleza o el estatus económico y social son para algunos requisito imperioso para el éxito profesional, y en muchos casos personal. Como resultado, una gran parte de la sociedad vive marcada por ciertas expectativas, algunos prejuicios y otras actitudes rígidas, a menudo destructivas, hacia sí mismos y hacia los demás, que alimentan el sentimiento de vergüenza, ridículo y culpa[1].
Según algunos analistas la humanidad, en su desarrollo social, habría pasado por tres etapas diferenciadas. A la dominancia tradicional, que duró siglos, de lo religioso como elemento central de la organización social, habría sucedido el dominio de lo político a partir de la Revolución Francesa en torno al siglo XVIII. Sin embargo, a partir del siglo XX y de manera incontestable, lo económico es el determinante fundamental en la manera en que las sociedades se configuran internamente. La economía se ha vuelto la nueva religión. Hemos llegado de este modo a una situación en la que la mayoría de los directivos y de los trabajadores contemplan los acontecimientos empresariales como inevitables sucesos propios del fatum en forma de una praxis económica que no puede ser otra sino la que es. Los despidos masivos, las reestructuraciones de plantillas, la deslocalización de empresas enteras, la explotación de mano de obra precaria, el estrés y los riesgos psicosociales, así como el miedo que se sufre crecientemente en las organizaciones, se toman como datos de una realidad con la que no cabe sino la cooperación más absoluta por no existir alternativa[2].

[1] L. ROJAS-MARCOS, El sentimiento de culpa, Madrid 2009, pág. 39.
[2] I. PIÑUEL, Mi jefe es un psicópata, Barcelona 2008, pág. 141-142.