lunes, 19 de octubre de 2009

Agresión.

El instinto de agresión forma parte de nuestra herencia biológica, nos ha ayudado a seguir viviendo a pesar de las dificultades. Es un elemento atávico que persiste en los humanos modernos, transmitido desde nuestros ancestros remotos. El etólogo austriaco KONRAD LORENZ consolidó el concepto de pulsión agresiva, presente tanto en los animales como en el hombre, como un sistema congénito de respuesta cuya misión es garantizar la continuidad de la especie. Subrayó que no se puede aplicar una categoría moral negativa a una conducta innata al servicio de la supervivencia. Esta propensión natural tiene una base filogenética, por haber contribuido a nuestro éxito evolutivo. Se ha mantenido en el cerebro humano, desde que nos separamos de los chimpancés hasta nuestros días. Esto implica que ha sido útil. Cuando una conducta supone ventajas para adaptarse al medio ecológico, el proceso de selección natural la mantiene en el tiempo. En los albores de nuestra historia, hace un millón y medio de años, el hombre primitivo compensó su inferioridad en tamaño y defensas naturales, respecto de los demás animales de su época, con la invención de las armas. Lanzas y cuchillos nos permitieron sobrevivir. Nuestro gran potencial de agresión, y la asombrosa capacidad de atacar en conjunto, fueron decisivas en la caza y la defensa de los clanes. Los estudios psicodinámicos de la mente humana han confirmado la existencia de un instinto agresivo primitivo. Para Freud, las duras condiciones ambientales prehistóricas habían condicionado la infancia de nuestra especie, obligándonos a ser agresivos para sobrevivir. Esta herencia, grabada en el inconsciente de las sucesivas generaciones, provoca erupciones de hostilidad ante los conflictos o el miedo. Años después, Melanie Kleih observó esta acusada tendencia primaria en los niños, desde el comienzo de su vida. Por su parte, Alfred Adler, matizó que en el hombre moderno esta propensión no tiene un fin destructivo, sino que busca la obtención de poder y reconocimiento[1].
Por agresión se entiende cualquier acto, que tiene la intención evidente de causar daños o destrucción a otros seres vivos o a las cosas inanimadas. La diferencia entre agresividad y agresión es muy clara. La primera es un impulso interior sólo percibido por el agresor, una señal psicológica para actuar de forma hostil que puede ser reprimida o liberada. La segunda es una acción externa que alcanza a la víctima, es el resultado de la liberación del impulso agresivo. La agresión es una consecuencia de la agresividad en todos los casos, pero no siempre la agresividad se sigue de una agresión. La eliminación completa de la agresividad en las sociedades humanas es inalcanzable e inconveniente. En su lugar, se busca entrenar a los ciudadanos en el autocontrol como solución más operativa. El hombre puede presentar tres subtipos principales de agresión: verbal, física contra otras personas y física contra los objetos. Otras formas son la crueldad contra los animales, la violación sexual y la autoagresión, que en su forma extrema conduce al suicidio. Los estudios más recientes en este campo tienden a clasificar todas las formas de agresión en dos clases fundamentales. La impulsiva, denominada de tipo emocional por BERKOWITZ, se acompaña de intensos sentimientos de ira, frustración o miedo, y provoca reacciones de lucha o de huida. Por oposición a la anterior, se define la agresión premeditada, fría y planificada para conseguir un objetivo, propia de los sujetos psicopáticos, y presente en menos del 10 por ciento de los sujetos con agresión recidivante[2].
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[1] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 37 – 38.
[2] D. HUERTAS, Violencia. La gran amenaza, Madrid 2007, pág. 46.

1 comentario:

rasputín dijo...

Cuando esa pulsión agresiva es producto de un afán de supervivencia o un acto de defensa de la integridad de un grupo o familia, es hasta cierto punto comprensible y, dependiendo de la situación, hasta necesario.
Pero cuando esa actitud, rayana en lo miserable, se muestra como expresión de discrepancia, de desacuerdo, de menosprecio, con afán de atemorizar o eliminar a un individuo, no hay teoría ni tratado dentro de la deontología del ser humano como tal donde pueda sustentarse.
A mí lo que más me sorprende es la aquiescencia que casi todas las instituciones muestran ante estas conductas destructivas, postura incomprensible sobre todo cuando quienes tienen este tipo de comportamiento son los presuntos garantes de los derechos y libertades de los ciudadanos.
Es dar voces en el desierto, pues el clientelismo, entre otras cosas, ha hecho un mundo de sordos, ciegos y mudos; pero, como siempre pensé que los derechos no se mendigan, sino que se arrancan, me desgañitaré hasta que alguien, de una vez por todas, pueda escuchar los gritos de aquéllos a los que les robaron la palabra.
Felicidades por el artículo, Pedro.
Saludos desde Badajoz, cuídate.